miércoles, 1 de junio de 2016

Cuando tu ADN tiene branquias

El otro día me tiré a la piscina por primera vez después de dos meses. Que yo recuerde son las "vacaciones sin cloro" más largas que he tenido, desde que empecé a nadar en plan serio. Supongo que tardé en recuperar las ganas de nadar porque mi cuerpo necesitaba romper con la rutina, mis pulmones respirar oxígeno en vez de cloro y mi cerebro descubrir otras posibilidades del medio terrestre. Así que una vez superada esta fase, reconocí mi condición de pez-que-no-puede-vivir-sin-agua, y me fui directa a "entrenar". Las comillas significan que el entreno fue tan en serio como un capítulo de Verano Azul.

El colectivo de nadadoras retiradas estaréis de acuerdo conmigo en que el primer contacto con el medio después de dejar la competición suele ser bastante escandaloso...

Para empezar, solo entrar en la piscina el olor a cloro casi me perfora el conducto nasal. Si hiciera una lista de las cosas que echo de menos de entrenar y las que no, el ácido clorhídrico estaría radicalmente marcado y subrayado en la lista del no: la piel reseca y con olor crónico a lejía, los ojos enrojecidos, los bañadores desteñidos, el pelo a punto de parecer un saco de paja... Y recordando todos estos efectos secundarios, que por fin habían salido de mi vida, fui acercándome al bordillo.

Pensé en tirarme al agua haciendo alguna estupidez, como solíamos hacer con el equipo al principio de los entrenos, pero lo mismo el socorrista se lanzaba detrás mío pensando que me había dado un brote psicótico. Así que me contuve y me tiré de cabeza. En ese momento me invadió la nostalgia, pensé en lo bonito que es pertenecer a un proyecto de grupo y me di cuenta de que esto es el primer punto en mi lista de lo que echo de menos.




Cuando entré en el agua, una parte de mi temía morir ahogada, después de tantos días sin sentir el medio ingrávido; pero en dos segundos recuperé mi ADN de pez y volví a sentirme como en casa. Pensé que esto debe funcionar como el ir en bici, que aunque dejes de hacerlo durante mucho tiempo tu cuerpo es incapaz de olvidarlo. 


El submundo acuático 


Entre brazadas y figuras, acabé perdiendo la noción del tiempo y mientras nadaba me entretuve pensando en cosas peculiares de los deportes de agua. Particularmente en dos:

  • La primera es la posibilidad de bucear. Me juro una aceituna a que no existe una situación parecida en el mundo terrestre. Ni por asomo. Las ondas acuáticas atenúan los ruidos y tu pulso baja en picado cuando buceas, como si el corazón quisiera guardar silencio para no romper ese momento de paz. Entras en una espécie de estado zen flotante. Incluso cuando hacíamos series de 50 metros en apnea sin parar aprendimos a disfrutar de esa tranquilidad.

  • La segunda es que en situaciones de apuro el agua te sirve de escondite. Esto no pasa en la vida normal. Cuando se te está a punto de escapar la risa en un momento comprometido, no tienes la opción de hundirte bajo tierra y desahogarte, sino que te ves obligado a reprimir tus impulsos y mantener la compostura. Así es, en el agua puedes ahogarte, pero también  y mucho más importante, desahogarte. Y una vez le pillas el truco, se convierte en un gran espacio de comunicación. Bajo el agua hemos reído, llorado, gritado, bailado los videoclips más cutres de la historia, nos hemos contado que tal el fin de semana, hemos aprendido a darnos directrices y avisarnos durante las coreografías cuando acechaban los imprevistos.

"Sigue nadando, sigue nadando, nadando, nadando..."

Me fui a casa pensando en todas estas cosas que ya no viviría tan a menudo, pero sintiendo que me esperan otras tantas en la dimensión terrestre. La vida cambia y nosotras con ella; es imprescindible evolucionar.

El próximo día os cuento más peripecias con Olympias, el grupo de exhibición que estamos montando para vivir la sincro de otra manera; con una trupe de cuidado: Andrea y Tina Fuentes, Paula Klamburg, Marga Crespí y aquí la escritora.